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dimarts, 23 de desembre del 2008

Carta de Fénelon a Luis XIV ( 1694).


Fénelon envió anónimamente esta carta en 1694 a Madame de Maintenon, esposa de Luís XIV, cuando era preceptor del duque de Borgoña. 
La carta es muestra una gran valentía moral y constituye una denuncia del hambre del pueblo así como de una de sus causas: la guerra imperialista.

No se sabe si el monarca tuvo conocimiento de esta misiva que predicaba tan dignamente la virtud política contra los deseos de gloria y los apetitos de conquistas. Fénelon volverá a tratar los temas mencionados aquí, en forma de novela de aventuras pero con gran claridad y altura en las Aventuras de Telémaco (1699).

La publicación, sin el permiso de Fenelon, de una parte del Telémaco, representó su alejamiento de la corte y la reclusión de Fenelon en el arzobispado de Cambrai. En el siguiente comentario intentaré un primer análisis de este texto. Aquí presento una traducción sin duda mejorable. Si algún lector me proponer alguna enmienda o mejora de la traducción será bienvenida.

 

 Majestad, la persona que se extralimita al escribiros esta carta, no tiene ningún interés en este mundo. No la escribe ni por pesadumbre, ni por ambición, ni por deseos de mezclarse en los grandes negocios. Ella os quiere sin ser conocida por vos;  mira a Dios en vuestra persona. Con todo vuestro poder, vos no podéis darle ningún bien que pueda desear, y no hay ningún mal que no sufriera de buen corazón para daros a conocer las verdades necesarias para vuestra salvación. No os asombréis si os habla fuertemente: es que la verdad es libre y fuerte. No estáis acostumbrado en absoluto a oírla. Las gentes acostumbradas a ser halagadas toman fácilmente por pesadumbre, aspereza y exceso, aquello que es sólo la pura verdad. No enseñárosla es traicionarla en toda su extensión. Dios es testigo que ella nadie que os habla, Lo hace con un corazón pleno de celo, respeto, fidelidad y ternura hacia todo lo que se relaciona con vuestro verdadero interés.


   Nacisteis, Majestad, con un corazón derecho y justo;  pero aquellos que vos educaron no os dieron otra ciencia para gobernar, que la desconfianza, los celos, el alejamiento de la virtud, el miedo de todo mérito resplandeciente, el gusto por los hombres blandos y rastreros, la altanería, y la atención a vuestro único interés.


   Desde hace unos treinta años, vuestros principales ministros han sacudido e invertido todas las antiguas máximas del estado, para elevar hasta el colmo vuestra autoridad, que se había convertido en la suya porque estaba en sus manos. No se habla del Estado ni de las reglas;  se habla únicamente del Rey y de su buen placer. Se han elevado vuestras rentas y vuestros gastos al infinito. Os han elevado hasta el cielo, para borrar, se decía, el tamaño de todos vuestros predecesores juntos, es decir, para empobrecer la Francia entera, con el fin de introducir en vuestra corte un lujo monstruoso e incurable. Os han querido elevar sobre las ruinas de todas las condiciones de Estado:  como si podíais haceros grande arruinando todos vuestros súbditos sobre quienes se funda vuestra grandeza. Es cierto que habéis sido celoso de la autoridad, quizás excesivamente en las cosas externas;  pero en el fondo, cada ministro ha sido el dueño en la extensión de su administración. Habéis creído gobernar, porque habéis reglado los límites entre aquellos que gobiernan. Pero ellos han mostrado bien en público su poder, y realmente lo hemos sufrido demasiado. Han sido duros, altaneros, injustos, violentos, de mala fe. No han conocido otra regla, ni para la administración del interior del estado, ni para las negociaciones extranjeras que amenazar, aplastar, aniquilar todo aquello que se les resistía. No os han hablado más que para apartar de vos todo mérito que pudiera hacerles sombra. Os han acostumbrado a recibir sin cesar las alabanzas exageradas que van hasta la idolatría, y que habríais debido, para vuestro honor, rechazar con indignación.


   Han transformado vuestro nombre en odioso, y a toda la nación francesa insoportable para todos nuestros vecinos. No se ha conservado ningún aliado antiguo, porque sólo se ha deseado tener esclavos. Se han causado desde hace más de veinte años las guerras sangrientas. Por ejemplo, Majestad, se hizo emprender a Vuestro Majestad, en 1672, la guerra de Holanda para vuestra gloria, y para castigar a los holandeses, quienes se habían burlado, en la pesadumbre donde se los era puesto enturbiando las reglas del comercio establecidas por el cardenal de Richelieu. Cito en particular esta guerra, porque ha sido la fuente de todas las demás. Esa guerra no tuvo otro fundamento la gloria y de venganza, lo que no puede transformar nunca una guerra en justa;  de donde se sigue que todas las fronteras que habéis extendido por esta guerra han sido adquiridas injustamente en el origen. Es verdad, Majestad, que los tratados de paz subsiguientes parecen cubrir y reparar esta injusticia, pues os han dado los lugares conquistados:  pero una guerra injusta no es menos injusta por acabar ser felizmente. Los tratados de paz firmados por los vencidos, no han sido en absoluto firmados libremente. Se firma con el cuchillo en la garganta;  se firma a pesar suyo para evitar pérdidas mayores;  se firma, como se da la bolsa, cuando hace falta darla para no morir. Es preciso Majestad, remontarse hasta este origen de la guerra de Holanda, para examinar ante de Dios todas vuestras conquistas.


   Es inútil decir que eran necesarias para vuestro Estado:  el bien del prójimo no nos es nunca necesario. Lo que nos es verdaderamente necesario, es de observar una exacta justicia. No hace falta pretender que tengáis siempre el derecho de retener siempre ciertos lugares, porque sirven a la seguridad de vuestras fronteras. Vuestra obligación es buscar esta seguridad sobre la base de buenas alianzas, por vuestra moderación, o por las plazas que podéis fortificar dentro de vuestras fronteras; en fin, la necesidad de cuidar de nuestra seguridad no nos da nunca un título de tomar la tierra de nuestro vecino. Consultad sobre esto a gentes instruidas y rectas;  os dirán que lo que digo es claro como el día.


   Con esto es suficiente, Majestad, para reconocer que habéis pasado vuestra vida entera fuera del camino de la verdad y de la justicia, y por consiguiente fuera del camino del evangelio. Tantos desórdenes horribles que han desconsolado la Europa desde más de veinte años, tanta sangre derramada, tantos escándalos cometidos, tantas provincias asoladas, tantas ciudades y aldeas puestas reducidas a cenizas, son los funestas consecuencias de esta guerra de 1672, emprendida para vuestra gloria y para la confusión de los hacedores de gacetas y de medallas de Holanda. Examinad, sin halagaros, con las gentes de bien, si podéis guardar todo lo que poseéis consecuentemente a los tratados a los cuales habéis reducido a vuestros enemigos por una guerra tan mal fundamentada.


   Esta guerra es aún la fuente verdadera de todos los males que sufre Francia. Tras esa guerra, siempre habéis querido dar la paz como amo, e imponer las condiciones, en lugar de reglarlas con equidad y moderación. Esta es la causa de que la paz no haya podido durar. Vuestros enemigos, vergonzosamente agobiados, han soñado sólo con levantarse y en aliarse contra vos. ¿Debemos asombrarnos de ello? Además, no os habéis limitado siquiera a los términos de esta paz que habíais dado con tanta altivez. En plena paz habéis hecho la guerra y conquistas prodigiosas. Habéis establecido un cuarto de las reuniones, para ser juez y parte:  era añadir el insulto y la irrisión a la usurpación y a la violencia. Habéis buscado términos equívocos en el tratado de Westfalia para sorprender a Estrasburgo. Nunca ninguno de vuestros ministros había osado, desde tantos años, alegar estos términos en ninguna negociación, para demostrar que tuvierais la mínima pretensión sobre esta ciudad. Tal conducta ha reunido y animado toda Europa contra vos. Aquellos mismos quien no han osado declararlo abiertamente, desean por lo menos con impaciencia vuestra debilitación y vuestra humillación, como el única recurso para la libertad y para el descanso de todas las naciones cristianas. Vos que podíais, Majestad, adquirir una gloria grande, sólida y pacífica siendo el padre de vuestros súbditos y el árbitro de vuestros vecinos, habéis sido convertido en el enemigo común de vuestros vecinos, y os exponen a pasar como un duro amo en vuestro reino.


   El efecto más extraño de estos malos consejos, es la duración de la liga formada contra vos. Los aliados prefieren hacer la guerra con pérdida que concluir la paz con vos, porque están persuadidos, por propia experiencia, que esta paz no sería una paz verdadera, que del mismo modo que las otras paces que habéis suscrito, no la mantendríais, y que os serviríais de ello para aplastar fácilmente a cada uno de vuestros vecinos por separado, en cuanto se hubieran desunido. Así, que su temor crece con vuestras victorias, y ellos se alían para evitar la esclavitud de la que se creen amenazados. No pudiendo venceros, pretenden por lo menos agotaros a lo larga. En fin ellos no esperan ninguna seguridad con vos, si no es poniéndoos en la impotencia de perjudicarles. Colocaros, Majestad, un momento a su lugar, y comprobaréis las consecuencias de haber preferido la ventaja propia a la justicia y la buena fe.


   Sin embargo vuestros pueblos, a quienes deberíais querer como si fueran vuestros hijos, y quien han estado hasta hoy tan apasionados por vos, se mueren de hambre. La cultivo de las tierras está casi abandonado, las ciudades y los campos se despueblan;  todos los oficios languidecen y no alimentan ya a los obreros. Todo comercio es aniquilado. Habéis destruido por consiguiente la mitad de las fuerzas reales en el interior de vuestro Estado, para hacer y para prohibir de vanas conquistas por fuera. En lugar de extraer dinero de este pobre pueblo, sería preciso hacerle la limosna y alimentarlo. Francia entera no es más que un gran hospital desolado y sin abastecimientos. Los magistrados están envilecidos y agotados. La nobleza, de la que decreta todo el bien, vive sólo de cartas de Estado. Sois molestado por la multitud de las gentes que preguntan y murmuran. Sois vos mismo, Majestad, quien os habéis atraídos todos estas molestias; habiendo arruinado todo el reino, lo tenéis todo en vuestras manos, y nadie puede vivir si no es gracias a vuestros dones. He aquí este gran reino tan floreciente bajo un rey que se nos describe como las delicias del pueblo todos los días, y quien lo sería en efecto si los consejos lisonjeros no lo hubieran envenenado.


   El mismo pueblo ( es necesario decirlo todo) que os ha querido tanto, que ha tenido tanta confianza en os, empieza a perder la amistad, la confianza, y también el respeto. Vuestras victorias y vuestras conquistas no lo alegran más;  está lleno de acritud y de desesperación. La sedición se enciende poco a poco por todas partes. Creen que no tenéis ninguna piedad por sus males, que sólo deseáis vuestra autoridad y vuestra gloria. ¿Si el Rey, dicen, tuviera un corazón de padre para su pueblo, no antepondría antes su gloria a darle pan, y a hacerle respirar después tantos males, o a guardar algunos lugares de la frontera, que son causa de guerra? ¿Qué respuesta dais a eso, Majestad? Las emociones populares, que eran desconocidas desde tan mucho tiempo, se vuelven frecuentes. París mismo, tan cerca de vos, no está exento de ellas. Los magistrados están obligados a tolerar la insolencia de los amotinados, y a colar bajo mano alguna moneda para apaciguarlos;  así, se paga aquellos a quienes habría que castigar. Habéis quedado reducido al vergonzoso y deplorable extremo, o de dejar la sedición impune y de aumentarla por esta impunidad, o de hacer destrozar con inhumanidad a los pueblos que ponéis en la desesperación arrancándoles, con vuestros impuestos para esta guerra, el pan que procuran de ganar con el sudor de sus rostros.


   Pero, mientras que carecen de pan, vos carecéis de dinero, y no queréis reconocer el extremo al que habéis sido reducido. Como siempre habéis sido feliz, no podéis imaginaros que algún día cesaríais de serlo. Teméis abrir los ojos, teméis que alguien os los abra;  teméis de ser reducidos a rebajar parte de vuestra gloria. Esta gloria, que endurece vuestro corazón, os es más cara que la justicia, que vuestro propio descanso, que la conservación de vuestros pueblos quienes perecen de las enfermedades causadas por el hambre, en fin que vuestra salvación eterna, incompatible con este ídolo de gloria.


   He aquí, Majestad, el estado en que estáis. Vivís como teniendo una venda fatal sobre los ojos; os jactáis de los éxitos diarios que no deciden nada, y no consideráis de una vista general el grueso de los negocios, que cae insensiblemente sin recurso. Mientras tomáis, en rudo combate, el campo de batalla y el cañón del enemigo, mientras forzáis los lugares, no os dais cuenta que lucháis sobre un terreno que se hunde bajo vuestros pies, y que caeréis a pesar de vuestras victorias.


   Todo el mundo lo ve, y nadie se atreve a hacéroslo ver. Lo veréis quizás demasiado tarde. El verdadero ánimo consiste a no halagarse, y en tomar una decisión firme ante la necesidad. Sólo prestáis oídos de buena gana, Majestad a aquellos que os halagan con vanas esperanzas. Las gentes que estimáis más sólidos son aquéllas que más teméis y que más evitáis. Os convendría ir delante de la verdad, y pues que sois rey, presionar a las gentes para que os la dijeran sin dulcificarla, y alentar aquello que son demasiado tímidos. Por el contrario, sólo tratáis de evitar profundizar;  pero Dios sabrá por fin levantar el velo que os cubre los ojos, y enseñaros lo que evitáis ver. Hace mucho tiempo que tiene su brazo levantado sobre vos, pero es lento en golpearos, porque tiene piedad de un príncipe que toda su vida estuvo obsesionado por los halagadores, y porque, de otra parte, vuestros enemigos son también los suyos. Pero él sabrá separar su causa justa, de la vuestra que no lo es, y humillaros para convertiros;  pues sólo seréis cristiano en la humillación. No queréis a Dios;  lo teméis sólo con un miedo de esclavo; es el infierno, y no Dios, lo que teméis. Vuestra religión consiste sólo en supersticiones, en pequeñas prácticas superficiales. Sois como los Judíos de quienes Dios dice:  Mientras que me honran con los labios, su corazón está lejos de mí. Sois escrupuloso con las bagatelas, y endurecido con los males terribles. Queréis sólo vuestra gloria y vuestra comodidad. Todo lo relacionáis con vos, como si fuerais el Dios de la tierra, y todo el resto hubiera sido creado sólo para ser sacrificado por vos. Por contra, Dios os ha dado a luz que para servir a vuestro pueblo. ¡Pero, ay! No comprendéis estas verdades:  ¿cómo las apreciaríais? No conocéis a Dios, no le queréis, no le rezáis con el corazón, y no hacéis nada para conocerlo.


    Tenéis un arzobispo 
[1] corrompido, escandaloso, incorregible, falso, pícaro, artificioso, enemigo de toda virtud, y que hace gemir todas las gentes de bien. Os arregláis con ello, porque sólo piensa en gustaros con sus halagos. Hace más de veinte años que prostituyendo su honor goza de vuestra confianza. Le entregáis las gentes de bien, le dejáis tiranizar a la iglesia, y ningún prelado virtuoso es tratado tan bien como él.

Para vuestro confesor [2], no es vicioso; pero teme la sólida virtud y quiere sólo a las gentes profanas y relajadas: es celoso de su autoridad, que habéis empujado más allá de todos los límites. Nunca los confesores de los reyes habían nombrado ellos solos los obispos, y decidido de todos los negocios de conciencia. Sois el único en Francia, Majestad, en desconocer que no sabe nada, que su espíritu es corto y grosero y que no deja de tener su artificio con esta grosería de espíritu. Los mismos jesuitas lo desprecian, y están indignados de verlo tan fácil a la ambición ridícula de su familia. Habéis hecho de un religioso un ministro de Estado. Él no conoce nada sobre los hombres, ni en ninguna otra cosa. Se deja engañar por todos los que lo halagan y le hacen pequeños presentes. No duda ni vacila sobre ninguna pregunta difícil. Una persona recta e ilustrada no osaría decidir solo. Él solo teme tener que deliberar con gentes que conozcan las reglas. Marcha siempre atrevidamente, sin temer extraviaros; se  inclinará siempre al relajamiento, y a entreteneros en la ignorancia. Solo se inclinará a los partidos conformes a las reglas cuando tema escandalizaros. Así, es un ciego quien en conduce a otro, y, como dice a Jesucristo, los dos caerán en el hoyo.

Vuestro arzobispo y vuestro confesor vos han echado en las dificultades del asunto de la Regalía, en los malos negocios de Roma; os han dejado empeñar por M. de Louvois en el de Saint-Lazare, y os habrían dejado morir en esta injusticia, si M. de Louvois hubiera vivido más que vos.

Se esperaba, Majestad, que vuestro consejo os sacaría de este camino tan perdido;  pero vuestro consejo no tiene ni fuerza ni vigor para el bien. Por lo menos madame de M[aintenon] y M. el D. de B[eauvillier] deberían servirse de vuestra confianza en ellos para desengañaros;  pero su debilidad y su timidez les deshonran, y escandalizan a todo el mundo. Francia está acorralada;  ¿qué esperan para hablaros francamente? ¿Que todo esté perdido? ¿Temen desagradaros? No os quieren pues;  pues es preciso estar preparado para enfadar aquellos que se quiere, antes que halagarlos o traicionarlos con su silencio. ¿Para qué sirven si no os enseñan que debéis devolver los países que no son vuestros, preferir la vida de vuestros pueblos a una falsa gloria, reparar los males que habéis hecho a la iglesia, y pensar en convertirse en un cristiano de verdad antes de que la muerte os sorprenda? Sé bien que, cuando se habla con esta libertad cristiana, se corre riesgo de perder el favor de los reyes;  ¿pero vuestro favor es más cara que vuestra salvación? Sé bien también que debe compadeceros, consolaros, aliviaros, hablaros con celo, dulzura y respeto;  pero hace falta decir la verdad, por fin. ¡Desdicha, desdicha para ellos si no la dicen, y desdicha para vos si no sois dignos de oírla! Es vergonzoso que tengan vuestra confianza sin fruto desde tanto tiempo. Son a ellos quienes deberían retirarse si sois demasiado receloso, y si queréis sólo halagadores alrededor de vos. Preguntaréis quizás, Majestad, que es lo que deben deciros;  aquí está:  deben presentaros que hace falta humillaros bajo la poderosa mano de Dios, si no queréis que Él os humille;  que hace falta pedir la paz, y expiar con esta vergüenza toda la gloria de la que habéis hecho vuestro ídolo;  que es preciso rechazar los consejos injustos de los políticos lisonjeros;  que es preciso, en fin, devolver cuanto antes a vuestros enemigos, para salvar el estado, las conquistas que no podéis de retener en otra parte sin injusticia. ¿No sois demasiado felices en vuestras desdichas, qué Dios haga acabar las prosperidades que os han cegado, y que os constriña a hacer las restituciones esenciales para vuestra salvación, qué no os habríais podido resolver nunca a hacer en un estado pacífico y triunfante vos? La persona que os dice estas verdades, Majestad, lejos de ser contrario a vuestros intereses, daría su vida para veros tal y como Dios os quiere, y no cesa de rezar por vos.

(Traducción: Joan Tafalla)



[1] François de Harlay de Champvallon (1625-1695)

[2] Le Père La Chaise (1624-1709).

2 comentaris:

Joan Tafalla Monferrer ha dit...

Querido Alejandro,
acabo de colgar tu comentario en el blog. Me parece muy atinado precisamente estas son las cosas que me sorprendieron más del texto.
Aún tengo que estudiar mucho y aclararme sobre el tema: orígenes religiosos de la RF.
Una de las cosas sorprendentes para mi es el papel de los jesuitas. Demasiadas coincidencias para ser para ser casualidades. Mably se forma en los jesuitas, Fenelon defiende a los jesuitas, Robespierre también se forma en los jesuitas, Coupé es profesor de retórica en un Collège dirigido anteriormente por jesuitas y que quizás conservaba su programa de estudios... possible influencia de Fenelon en Coupé, Gilbert Rome citando a Fenelon en la sesión de 15 de abril en que se discute el proyecto de declaración de los derechos de 1793...
Gramsci diciendo que la Revolución francesa es una especie de herejía católica...
Aún no tengo ni todas las piezas, ni sé que es lo que dará el rompecabezas ...
Bueno, seguimos

Anònim ha dit...

Querido Joan:
Gracias por incluir mi comentario en tu blog, pero sólo quería expresar con él la sorpresa que me producía el texto y agradecerte que me lo hicieras conocer. Lo que tú planteas es muy interesante y ya recuerdo que lo hemos comentado otras veces, y al calor del intercambio de e-mails de pronto se me ocurre que en qué medida el cristianismo, que como decía Engels fue el primer movimiento revolucionario de la historia (sin contar a Espartaco y su gente), no conserva en las sucesivas "herejías" y en muchas de las iglesias disidentes ese germen contestatario ahogado por la estatización de Contantino, ya que Fenelon era quietista, y curiosamente es ese tipo de doctrina que intenta justificar su valor religioso rechazando convenciones, ortodoxias y jerarquías, así como diversas represiones que impone la iglesia oficial. Intrigado por el personaje que no conocía más que superficialmente, intenté una rápida mirada de enciclopedia (Ferrater Mora) he visto que el quietismo de Fenelon hace referencia al "amor puro" que se postula como lo opuesto y al negación del amor propio entendido como egoísmo. A su vez, según la Enciclopedia Británica el quietismo tiene puntos de contacto con los cuáqueros, que se distinguieron por ser una iglesia de prácticas muy democráticas y sedicentemente pacifistas, y en USA abolicionistas y en Gran Breataña antiesclavistas.
Bueno, perdona si me enrollé,
Un abrazo
Alejandro