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dissabte, 7 de febrer del 2009

Aventuras de Telémaco, hijo de Ulyses


1. Un libro ilustrado del siglo XVII (1954)

Manuel Sacristán
Prólogo a su traducción de "Las aventuras de Telémaco", Editorial Fama 1954
Agradezco a Salvador López Arnal la comunicación de este escrito.


Francisco Salignac de la Mothe Fénelon nació en 1651 y murió en 1715. Su vida se encuadra, pues, en el reinado de Luis XIV, ya que Fénelon muere precisamente por los años en que la batalla de Valmy rinde definitivamente cuenta de la gestión del Rey Sol. Fénelon se educó en la Universidad de Cahors y en el Colegio de Plessis (París). Fue ordenado sacerdote a los veinticinco años. Ingresó en la Academia Francesa en 1693 y fue arzobispo de Cambrai en 1695.
A pesar de su espíritu pacífico y amante del retiro, la simple rectitud de su carácter y de su moral, le acarreó algunos sinsabores, tanto sociales como espirituales, o con elementos de una y otra naturaleza. El incidente más importante de su vida fue la condenación de algunas tesis que había expuesto en su Explication des maximes des Saints sur la vie intérieure [Explicación de las máximas de los santos sobre la vida interior], tesis relacionadas con su posición teñida de un contemplativismo, es decir, de una concepción desinteresada de la oración, que le hizo sospechoso de quietismo en una época turbada en Francia por la que se creyó resurrección de la herejía de Miguel de Molinos.
Preceptor del nieto de Luis XIV y del Duque de Borgoña, y de los de Berry y Anjou, Fénelon produjo una apreciable literatura pedagógica, principal muestra de la cual son Les aventures de Télémaque, fils d´Ulysse, aparecidas en 1699
Pese a su fecha, las Aventuras de Telémaco, hijo de Ulises, es un libro “ilustrado”. El espíritu de la Ilustración campea ya en sus máximas, en sus palabras y, cosa más importante, en sus sentimientos. Sin duda es cronológicamente arriesgado hacer de Fenelón un hombre de la Ilustración, máxime tratándose de un clérigo. Pero toda prevención contraria a ese respecto por las divisiones convencionales de la cronología desaparece cuando consideramos el contenido ideológico del libro.
El tema político y pedagógico, íntimamente uno, tal como ocurre en los grandes “sabios” de todas las culturas, protagoniza el libro. Por razones políticas concretas, Fenelón ciñe generalmente ese tema al de la educación del rey, del “hombre real” de la vieja cultura...
Pues bien, ese tema vertebral del Telémaco está pensado y tratado con el espíritu de la Ilustración, esa aspiración del hombre del siglo XVIII a “osar saber” a pensar por cuenta propia y a opinar por pura razón, sin dejarse deslumbrar por las glorias de este mundo.
El lector verá que en sus ideas sobre el rey, Fenelón deja libre curso a su razón y propone una tesis que, salvando un poco su posición social del hombre de Iglesia, le permite sostener algo tan poco “Luis XIV” como es el origen popular del poder: “Un hombre sabio puede únicamente gobernar a un pueblo cuando los dioses así lo mandan, o cuando el pueblo le ruega que sea para él padre y pastor” (l. VIII).
Por lo demás, la insistencia constante en que el rey lo es para el bien y la virtud de sus súbditos, y no para la gloria propia -en cuyo caso, según repite Fenelón, se convierte en un monstruo- coloca al autor totalmente dentro de la fórmula ilustrada clásica. “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”...
Dieciochesca resulta también su muy idílica afición a la naturaleza como lugar de la vida auténtica y educadora.. La autenticidad poética de estos cantos idílicos es otra cuestión; pero queda cuanto menos la intención naturalista.
Esa tendencia es muy visible cuando Fenelón habla de economía. Todo el ilustrado naturalismo de los fisiócratas -economistas amigos de eliminar de la vida económica toda fuerza que no sea la de la naturaleza misma en toda su libertad- palpita en esos trozos: aprecia el librecambio, valora el trabajo, insiste en el origen natural y agrícola de la riqueza. Bien es verdad que no tiene Fenelón mucho deseo de felicidad para el pueblo, y es en esto mucho más austero que los fisiócratas (...); también es cierto que en el mismo libro XIII apunta, contra la tendencia fisiocrática predominante en el libro y en la ideología de Fenelón, un brote de mercantilismo dirigista, que se refiere sobre todo a la industria, y más por motivos morales que económicos. Pero todo eso no empece para que predomine en el libro un culto muy “ilustrado” por las fuentes de riqueza naturales y por la libertad económica.
También está patente en el Telémaco el humanitarismo típico de la “ilustración”, valoradora de lo que otras épocas más heroicas han pasado por alto como virtudes vulgares. Fenelón, sabe, como todos los hombres del siglo XVIII, que el hombre es limitado, que la razón es su facultad menos falible y que todos las grandezas basadas en otras facultades -sentimientos, impulsos, deseos- son monumentos huecos y de cimiento inestable...El humanitarismo tiene en Fenelón incluso el corolario cosmopolita que formularán los más grandes escritores del Siglo de las Luces. “Todo el género humano no forma más que una sola familia dispersa sobre la faz de la tierra. Todos los pueblos son hermanos, deben amarse como tales. ¡Mal hayan los impíos que buscan una gloria cruel con la sangre de sus hermanos, que es la suya propia!”
Pero lo que más autoriza a leer a Fenelón, colocándole en ese siglo XVIII que no es el suyo, es el hecho de que tales puntos de vista dieciochescos vengan basados en el fundamento típicamente escogido por la mentalidad ilustrada: los principios racionales inmutables, o, como el mismo Fenelón dice con expresión totalmente “siglo XVIII”, las “máximas”. Ningún juicio moral, ninguna ley o mandato político debe suponerse suficientemente justificado por sí mismo o por la autoridad. Los malos gobernantes son “los que no tienen máximas”, los que gobiernan al buen tuntún de su inspiración, de su sentido práctico. La exigencia de Fenelón, al respecto, es mucha. En rigor como las máximas del buen gobierno se basan en las de la buena moral, y éstas suponen el conocimiento del hombre, Mentor puede enseñar a su educando que “para juzgar a los hombres hay que empezar por saber lo que deben ser” (l..XXIV)
Este principio de fundamentación racional a ultranza tiene como consecuencia un simpático radicalismo moral y político. Simpático, porque si un hombre sin demasiada experiencia práctica se pone a escribir para la educación del político ensalzando la moral oportunista y practicona del gobierno, moral que él no conoce apreciablemente, cae infaliblemente en una ridícula petulancia del paleto que quiere pasar por no ignorar nada. En cambio, el moralismo radical de Fenelón es la actitud honrada y natural del educador político “de gabinete”, que acaso nunca haya presenciado como se toma una decisión política, pero que sabe muy bien cómo debería tomarse, de acuerdo con las “máximas” que él cree en conciencia.
(...) Hay todavía un punto del contenido del Telémaco que tiene interés reseñar brevemente, tanto por su natural inserción en la personalidad del escritor, como por lo que tiene de “ilustrado“: es ello la enemiga de Fenelón a la visión “tremenda” de la divinidad. El dios de Fenelón -y ello repercute en su visión del Olimpo- es muy apacible. Claro que, tratándose de Júpiter y demás, no pueden faltar los pertinentes rayos, truenos y horribles tempestades debidas a la cólera de Neptuno. Pero el Olimpo tiene ya mucho de suave “vallon” de los Vosgos, cuando sus habitantes se portan de tan correcto modo que aquel mortal al que se revelan puede decir: “No sentí ni por un momento ese horror que eriza los cabellos y hiela la sangre en las venas cuando los dioses se ponen en comunicación con los mortales. Me levanté tranquilo y, de rodillas, las manos elevadas al cielo, adoré a Minerva, a la cual creí deber el oráculo” (l. II).
Son, las del Telémaco, civiles divinidades moralizadoras, poco aficionadas al “mysterium tremens” y dignas, en pocas palabras, de ser adoradas en capillitas de Versalles, Sans-Souci o La Granja de San Ildefonso. Decididamente, las talares vestiduras de Fenelón están más cerca de las de los abates de salón del siglo XVIII que del imprescindible hábito de Richelieu o de Mazarino.

1. Prólogo a la traducción castellana de AT, pp. 7-12.

Véanse: Fenelón, F. S. de la Mothe; humanismo; Ilustración; traducir.