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diumenge, 8 de febrer del 2009

La utopía en Fénelon (I)

La Bética de la edad de Oro: Igualdad, libertad, fraternidad, felicidad.

 

En el libro VIII de “Las Aventuras de Telémaco, hijo de Ulises”, Telémaco y Mentor son rescatados del mar por un navío fenicio conducido por su capitán, llamado Adoam. Adoam les explica como es la Bética feliz con la que comercian los fenicios. Tengamos un poco de paciencia leyendo el relato de Adoam. Si perseveramos, quedaremos gratamente sorprendidos. Encontraremos conceptos como falsas necesidades, igualdad, libertad, fraternidad, sobriedad, virtud. Encontraremos un pueblo que tiene las tierras en común, y que no divide la propiedad de los frutos de la tierra. Encontraremos una cosmopolítica crítica de la guerra de conquista. Encontraremos un pueblo que vive bajo la ley de la Naturaleza o ley natural. 

Todos ellos son conceptos propios del siglo XVIII. Este texto está escrito en la última década del siglo XVII, ¿tiene razón Sacristán diciendo que Fénelon es el primer ilustrado?

Uso la edición española del Telémaco editada por Espasa-Calpe en Madrid, 1932, en dos tomos. tradución y presentación de F.S.B. La edición de 1954 en editorial Fama que prologó y tradujo Manuel Sacristán, no la hemos encontrado todavía.

Leamos:

“Entretanto dijo Telémaco a Adoam:

- Me habeis insinuado que hicisteis no sé que viaje a la Bética después que salimos de Egipto; y como de ella se cuentan tantas maravillas, que apenas son creíbles, me alegraré de saber de vos si es verdad todo lo que se dice.

- De buena gana- respondió Adoam- os describiré aquella venturosa tierra, digna de vuestra curiosidad, que excede a todos los encarecimientos de la fama.

Y luego empezó así:

- Atraviesa el río Betis un país fértil, bajo un cielo siempre apacible, sereno siempre; y el país mismo ha tomado el nombre del río, que desemboca en el Océano, muy cerca de las Columnas de Hércules y de aquella parte donde rompiendo sus diques el furioso mar, separó en otro tiempo la tierra de Tarsis de la grande África. En la Bética parecen haberse conservado las delicias del Siglo de Oro. Los inviernos son allí templados, y los rigurosos aquilones, desconocidos. Los ardores del estío se mitigan con los frescos céfiros, que en lo más caluroso del día vienen a suavizar el aire: de modo que todo el año es de solas dos estaciones, que al parecer se están dando la mano, esto es, la primavera y el otoño. Las vegas y los valles producen cada año duplicada cosecha. Los caminos son verdaderas calles de jazmines, laureles, granados y otros árboles siempre verdes, siempre floridos. Las montañas están cubiertas de rebaños, cuyas finísimas lanas son tan buscadas en todas las naciones conocidas. Abunda este país en minas de oro y plata; pero los habitantes, sencillos y felices en su sencillez, no se dignan de incluir la plata y el oro en el número de sus riquezas: sólo aprecian lo que verdaderamente sirve a las necesidades del hombre.

Cuando empezamos a comerciar con ellos, vimos, no sin admiración, que hacían el mismo uso del oro y de la plata que del hierro: empleábanle hasta en las rejas de los arados. Como no hacían ningún comercio exterior, no necesitaban de moneda alguna; casi todo son pastores o labradores, y muy pocos artesanos, porque no permiten más artes que las realmente necesarias. Además, aunque la mayor parte de los hombres se dedican a la agricultura o a la cría de ganados, no dejan por eso de ejercer las artes necesarias a su vida sencilla y frugal

(...)

Las artes, si se exceptúa la agricultura y la pastoría, quedan reducidas a labrar la madera y el hierro; de éste no se sirven más que para los instrumentos indispensables a las labores del campo. Las artes que tienen por objeto la arquitectura les son inútiles; según ellos, es demasiado apegarse a la tierra hacer una habitación que dure más que su dueño; y por eso se contentan con o que basta para defenderlos de las intemperies. Las otras artes que tan estimadas son de los griegos, de los egipcios y delas demás naciones cultas, las detestan como invenciones de la vanidad y de la molicie.

Cuando se les habla de los pueblos que poseen al arte de construir soberbios edificios, muebles de oro y plata, telas guarnecidas de bordados y de preciosas pedrerías, exquisitos perfumes, delicados manjares e instrumentos que encantan con su armonía, contestan así: “¡Harto infelices son en haber empleado tanto trabajo e industria en corromperse! Lo superfluo afemina, embriaga y atormenta a los que lo tienen; provoca a los que de ello carecen a que lo adquieran, aunque sea con violencia e injusticia. ¿Y podrá darse el nombre de bienes a una superfluidad que sólo produce males? Los habitantes de esos países, ¿ son, por ventura, más sanos y robustos que nosotros?¿Viven más largo tiempo?¿ Están más unidos entre sí?¿Tienen una vida más libre, más tranquila, más alegre? Antes al contrario, deben estar celosos unos de otros, corroídos de negra envidia, agitados de la ambición, del miedo y de la avaricia, incapaces de gozar de los placeres puros e inocentes, viles esclavos de tantas falsas necesidades de las cuales hacen depender su felicidad.

- Así hablan- continuó Adoam- esos hombres a quienes ha hecho tan cuerdos el solo estudio de la sencilla Naturaleza: miran con horror nuestra civilización; y es preciso convenir en que es muy grande la suya en su amable sencillez. Todos viven juntos sin repartir las tierras, y cada familia está gobernada por su jefe, que es de ella verdadero rey. El padre de familia tiene derecho a castigar las malas acciones de sus hijos o nietos; mas antes de imponer castigo, toma el dictamen del resto de la familia. Es verdad que allí son muy raros tales castigos, porque la inocencia de las costumbres, la buena fe, la obediencia y el horror al vicio habitan en aquella afortunada tierra (...) Ellos no necesitan jueces por que su propia conciencia los juzga. Todos los bienes son comunes; y las frutas, las legumbres y la leche son riquezas tan abundantes, que unos pueblos tan sobrios y moderados no necesitan dividirlas. Cuando una familia ha consumido los frutos y los pastos del paraje en que se ha establecido, se muda con sus tiendas a otro; así como, no teniendo interés en sostener unos contra otros, se aman con un amor puro, fraternal, inalterable; y esta paz esta unión, esta libertad se deben a la privación de las vanas riquezas y delos engañosos placeres: todos son libres, iguales todos.

No se nota entre ellos más distinción que la de la experiencia de los sabios ancianos o dela extraordinaria sabiduría de algunos jóvenes que se igualan a los ancianos consumados en la virtud. En una tierra tan favorecida de los dioses, jamás se oye la voz del fraude, la violencia, el perjurio, los procesos ni las guerras; jamás se vio teñida de sangre humana, y muy pocas veces de la de los animales. Cuando se les habla de las sangrientas batallas, de las rápidas conquistas, de las ruinas de los estados que se ven en otras naciones, apenas saben explicar su admiración. “¿Qué- dicen-, no son de suyo bastante perecederos los hombres, sin que los unos anticipen la muerte a los otros?¿Les parece demasiado larga la vida tan corta, o viven sólo para despedazarse mutuamente y mutuamente hacerse infelices?”

Tampoco comprenden por que se admira tanto a los conquistadores que subyugan los grandes imperios. ¡Qué locura!¡Hacer consistir su felicidad en gobernar a otros hombres, cuyo gobierno ha de ser según las leyes e la razón y de la justicia! Mas ¿quién gusta de gobernarlos a su pesar, cuando es el mayor esfuerzo de la sabiduría y dela virtud de un hombre sujetarse a gobernar un pueblo dócil que los dioses pongan a su cuidado, o un pueblo que le ruega le sirva de padre y de pastor? Gobernar alos pueblos contra su voluntad, es hacerse miserable por tenerlos esclavos. Un conquistador es un hombre que los dioses, irritados contra el género humano, lanzan en su cólera a la tierra para destruir reinos, difundir el espanto, la miseria y la desesperación y hacer esclavos a los hombres libres que hay. Quien busca la gloria, encuentra la más sólida en gobernar dignamente el pueblo que los dioses han puesto a su cuidado. ¿Es digno de elogio haciéndose violento, injusto, altivo, usurpador y tirano de sus vecinos? Nunca es lícita la guerra sino en defensa de la libertad.¡Dichoso el que no tiene la necia ambición de esclavizar a nadie! Esos grandes conquistadores que tan gloriosos nos representan, son semejantes a los ríos que saliendo de madre parecen tan majestuosos, pero que inundan, arrollan y destruyen las fértiles campiñas que debían sólo regar.

(...)

-Réstame aún saber- añadió Telémaco- de que modo evitan la guerra con sus vecinos.

- La Naturaleza- respondió Adoam- les ha separado de los otros pueblos, por una parte, con el mar, y por la otra, con altas montañas. Además las otras naciones les respetan a cause de su virtud. Muchas veces les eligen por árbitros, y les confían las tierras cuya posesión disputan; y como jamás han hecho violencia a nadie, nadie desconfía de ellos. Ríense cuando se les habla de aquellos reyes que no pueden arreglar entre sí los límites de sus estado.¿Temen, por ventura- dicen- que falte tierra a los hombres? Siempre tendrán de sobra más de la que puedan cultivar. Mientras hubiese en el mundo tierras libres e incultas, no defenderíamos nosotros las nuestras contra cualquiera que viniese a ocuparlas. No tiene la Bética orgullo, mala fe ni codicia en extender su dominio, y, por consiguiente, como ni sus vecinos tienen que temer de ella, ni ellos tienen para qué hacerse temer, la dejan vivir en paz y tranquilidad. Éste es un pueblo que se abandonaría su país y se entregaría a la muerte antes que rendirse a la esclavitud; tan difícil es subyugarle, como que él piense en subyugar; y este sistema es el que constituye una paz inalterable entre él y sus vecinos.

(...)

Admirado Telémaco de la noticia de que aún hubiese en el mundo una nación que, gobernada por las leyes de la sencilla Naturaleza, fuese a un mismo tiempo tan sabia y tan dichosa, exclamó:

- ¡Oh, cuánto se desemejan sus costumbres de las de los pueblos que tenemos por los más sabios! Estamos tan viciados, que apenas podemos persuadirnos que subsista una sencillez tan natural. Miramos las costumbres de ese pueblo como una hermosa fábula, y él debe mirar las nuestras como un sueño monstruoso.